No soy muy dado a los viajes. De hecho, ni tengo espíritu aventurero. Antes de salir a un viaje, siempre me duele el estómago y hasta me da incluso pereza empezarlo sabiendo lo que me espera. Ahora bien, una vez ya en marcha, tengo la ilusión de un niño. Pero, por lo general, la aventura no es lo mío.
Ahora bien, en el aula ya es otra cosa. Soy de los que se lían la manta a la cabeza y siguen el instinto de una idea, de una inspiración para una actividad de aprendizaje diferente y que genere motivación entre los alumnos. No me importa meterme en “fregaos”, aventuras didácticas y otras acciones educativas. Si sirven para despertar a los alumnos el monstruo del aprendizaje, ya estaré satisfecho.
Aunque no todo acaba en la acción educativa. Por eso, en cada viaje-aprendizaje llevo una libreta a modo de diario para comentar las experiencias, valorarlas y, por supuesto, mejorarlas después de llevarla a cabo, ya sea con éxito o no. Porque, en este sentido, mi viaje-aprendizaje más impactante empezó hace más de 10 años y aún no he vuelto a casa. Creo que todos estos años he recorrido uno y otro confín de mi mismo para conocerme como docente. Y mucho me temo que me queda mucho por recorrer, por (re)descubrir, equivocarme, mejorar y compartir con otras personas.
Así pues, mi mejor viaje-aprendizaje aún no ha acabado. Y no tengo ninguna intención de deshacer la maleta y mucho menos de volver a casa.